jueves, 24 de mayo de 2007

Paloma

"La única bandera de la guerra es del color de la sangre de los que mueren en ella


A mi madre le habían dicho que hoy era un día especial; dicen que llegaría al puerto un barco cargado de sardinas y algún que otro alimento del que hacía tiempo no teníamos noticias.

De cualquier forma me gustaba bajar con mi madre al mercado, sobre todo en primavera. Me alegraba el voceo de los puestos, los olores a fruta, la horchata fresca del kiosco y ver a la gente como si no pasara nada.

A mi hermana pequeña también le gustaba bajar pero por las gracias que le hacía el lañador de la plaza de toros que siempre le tenía guardado algún muñequito de barro cocido. Hoy le tenía guardado un colgante de cordón negro con una paloma de barro.

Mi madre vestía todavía de negro, el abuelo creemos que murió hace un año por las noticias que nos llegaron de algunos que volvieron del frente.

De mi padre no teníamos noticias desde hacía ya varios meses; también vestía de luto por eso.

Así que con todo me quedé de hombre de la casa a pesar de que sólo tenía doce años . Por un lado a mi madre le hacía falta un hombro para llorar y a mi hermana una mano más grande que la suya para sentirse segura.

El lañador le dijo a mi madre que se apresurara al mercado porque la sardina estaba al llegar; aquel hombre sin dientes siempre nos trató como si fuéramos de su familia.

Cuando llegamos a las calles cercanas al mercado de verduras mi madre se quedó parada con la mano en el pecho. Le pregunté y no contestó; luego, como disimulando, me dijo que no soltara la mano de mi hermana que hoy habría mucha gente no fuese a perderse.

Todos estaban allí, era un día especial, efectivamente.

Aguardamos en la puerta junto al resto de niños, le dibujé una rayuela a mi hermana y la tuve entretenida , era una niña, yo, mientras, me encendí la única colilla que había conseguido sin que mi madre se diese cuenta.

Cuando salió mi madre sólo llevaba en el capazo de esparto tres manzanas; nos dirigimos entonces al mercado central. Mi madre me miró como preguntándome si las olía y le sonreí, ya habían llegado las sardinas. A mi hermana le hicimos apresurarse y no entretenerse mirándose en todos los escaparates con la paloma colgada al cuello.

En estas calles hay siempre un olor agridulce de restos de frutas pisadas y algún olor a melocotón que se confundía hoy con el olor tan característico del pescado; con estos olores y un poco de agua hubiéramos hecho la comida del lunes.



Poco antes de entrar por la puerta del mercado comenzaron a sonar las sirenas. ¡No!, gritó mi madre, ¡hoy no!. Si hubiera estado sola estoy convencido de que habría entrado a llenar el capazo de comida pero corrimos como el resto de la gente buscando el refugio. Oímos cómo las bombas empezaron a caer sobre el puerto mientras el suelo de las calles temblaba. El ruido era cada vez más cercano , mi hermana se paró en seco. Se le había caído el colgante de la paloma y se paró a recogerlo. La gente nos empujaba aterrorizada mientras veíamos caer del cielo las bombas negras con ese ruído silvante. Me separé de mi madre para no perder de vista a mi hermana..




Los rugidos de las bombas ya nos caían encima mientras los cascotes y los gritos nos rodeaban por todas partes, cogí a mi hermana de la mano fuertemente y echamos a correr hacia el refugio, las aceras ya estaban manchadas de sangre , vi trozos de cuerpos esparcidos por el suelo y gente que se había quedado paralizada sin poder moverse, mientras a nuestro alrededor caían trozos de chapas, metralla y cascotes de los edificios.

Vi bajar los escalones del mercado la sangre de los que habían muerto dentro mientras corría pisoteando charcos ensangrentados.

Corrimos y corrimos tanto como pude. Cuando llegamos a la esquina del refugio me giré para sonreir a mi hermana y calmarla un poco.

Sólo tenía un trozo del brazo de mi hermana.

El tiempo entonces se detuvo, no sabía si gritar, llorar o correr. De la mano inerte de mi hermana colgaba el cordón negro.



Si no fuera por el turno de noche lo de trabajar con ordenadores sería un paraiso.

Los ordenadores no discuten, sea para bien o para mal siempre hacen lo que les dices aunque en ocasiones he llegado a pensar que tienen vida propia.

Bueno ya sólo faltan diez minutos para que llegue mi relevo; la noche ha sido especialmente tranquila y eso , la verdad, no es bueno porque uno se amodorra y ve pasar las horas una detrás de otra. Para estas noches de vigilia casi monacal vengo preparado con algún libro de forma que aprovecho y leo entre tarea y tarea.

Me llamó el guardia de la puerta para decirme que llovía. Noticia inédita en esta ciudad y más aún en mayo. Me vino a la cabeza de inmediato que de los trescientos sesenta y cinco días del año, los treinta que llueve, yo voy y cojo la moto para venir a trabajar. Los otros quince son los que yo aprovecho justo antes para lavar el coche.

Bueno, ya llegó el relevo mojado y con cara de sueño. Lleva cuidado, me dice, junto al matadero hay un charco de profundidad desconocida.

Esta ciudad no está preparada para la lluvia.

Cuando salgo el guardia de la puerta con un gesto me dice algo así como ya te lo avisé, llueve.

Bueno, iremos con cuidado y sin tonterías, sólo me espera la cama y no tengo prisas.

Conforme me acerco al matadero veo, efectivamente, un charco como un lago en el que se refleja como en un espejo el puente que lo sobrepasa por encima, intento bordearlo por su margen derecho pero la pequeña curva que forma la carretera me lleva al suelo y de golpe seco contra el muro del puente.

Nunca antes había sentido un dolor tan agudo, tan intensamente horrible, no pude gritar y , al final, me desmayé.

Oí a lo lejos a alguien que me preguntaba el nombre a lo que sólo puede contestar, “me duele”.
No sé si han pasado horas o días pero lo primero que he visto al despertar ha sido la ventana de la habitación del hospital y el sol dándome directamente en los ojos.

No puedo moverme y no siento la pierna derecha.

Comparto habitación con un anciano que todavía duerme.

Estridente y sin pudor entra en la habitación una enfermera rolliza y de carnes prietas y al grito de “venga chavales a enseñarme el culo”, despierta al pobre anciano y a mi me retuerce la vergüenza. Vaya, ya se ha despertado el señorito me mira y me dá una palmada en el culo, venga que te voy a poner bueno.

A la estúpida pregunta de ¿qué hago aquí? Me responde con una risa y la noticia de que mi cadera derecha era un puzzle de cien piezas pero que creen que las han vuelto a colocar cada una en su sitio aunque eso ya lo veremos cuando vuelva a andar, si vuelvo.

Me quejo porque me duele, no sé si más el pinchazo o la cadera. Menudo quejica, a ver si aprendes de tu compa , no dice ni mu, ni cuando le pincho, ni cuando le cambio las sábanas y , además, tiene lo mismo que tú pero con sesenta años más.

El anciano de al lado tiene una mirada azul y triste. Lo giran hacia mi y le inyectan sin piedad un nolotil inyectable que sientes como te va corriendo por las venas abriendo paso. Pero el anciano no ha movido ni un músculo de la cara.

Vaya pareja de dos, insiste la enfermera, más solos que la una, como no consigas que el abuelo te hable acabarás en el sótano del edificio como el último que estuvo en tu cama, chaval. Tienes aquí para rato.

Una vez abandona la lucha la enfermera rolliza me quedo mirando al anciano de al lado que me mira fíjamente sin decir nada. Me llamo Juan, le digo, y tuve un accidente con la moto cuando salía de trabajar, mala suerte, ¿verdad?, es que elijo siempre ir en moto cuando llueve, soy así de desgraciado. Pero bueno, sólo me he roto la cadera, podría haber sido peor. El anciano de al lado parpadea pero no contesta. El nolotil empieza a hacer efecto y el sueño me vence.

Cuando despierto el anciano de al lado sigue mirándome fíjamente sin decir nada.

No sé cómo habrá adivinado mi desasosiego pero el milagro se produce y el anciano me dice que llame a la enfermera para que me coloque la palangana.

No te preocupes, me dice, el que estuvo antes que tu se murió de viejo y no de aburrimiento, sólo lo hago para evitar hablar con esa bruja. Pues ya me tranquiliza.

El anciano de al lado sólo tiene un libro sobre la mesilla y evita ver la tele. Me dice que es “El rayo que no cesa” de Miguel Hernández a lo que con vergüenza le contesto que no lo conocía.

A pesar de las conversaciones más o menos profundas que mantuvimos a lo largo de esos meses, nunca vi al anciano de al lado sonreír ni siquiera una vez. Seguía teniendo esa mirada azul y triste que le vi el primer día. Creo que , de alguna manera, llegué a querer a aquel viejo.

Quizás porque los dos estábamos solos, quizás por la tristeza que ambos llevábamos dentro. No sé, había algo en él que me hacía tenderle los brazos para sosegarlo.

Una mañana de junio me desperté y no estaba. La enfermera rolliza entró como limpiándose los ojos y me entregó un paquete envuelto en una bolsa de plástico. Esto era todo lo que tenía, me dijo que te lo diera en el caso de , bueno, ya sabes. Murió anoche, era muy mayor.

Un reloj de bolsillo, “El rayo que no cesa” y un colgante de barro con forma de paloma.

Eso fue todo.



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