El 28 de marzo de 1939, mientras las tropas franquistas tomaban Madrid, un barco ingles, el Stanbrook, se hacía a la mar en Alicante con 500 refugiados a bordo. Alicante se convirtió en el último bastión republicano de la Guerra Civil española. En el puerto se agolpaban vecinos de la ciudad, soldados llegados del frente, campesinos cargados con maletas, baúles e, incluso, aperos de labranza, fugitivos procedentes de Murcia y Albacete, más de 20.000 refugiados que sólo les mantenía en pie la esperanza de ser rescatados por buques enviados por Francia o Gran Bretaña.
Pero los barcos no llegaron y los que fueron avistados viraron en redondo ante la magnitud de la empresa humanitaria a la que debían enfrentarse. Incluso la Mid-Atlantic, formada con dinero de la República española y con sede en Marsella, no quiso arriesgar sus barcos ante la eventualidad de posibles avalanchas. Después de los intensos bombardeos, Alicante se había convertido en una ciudad fantasmal.
Nadie quería caer en manos de la sangrienta dictadura que se avecinaba de la mano de Francisco Franco. Pero la suerte estaba echada. Los que no murieron bajo las balas de los tiradores agazapados en la línea de edificaciones, los que no optaron por el suicidio, extendido como una epidemia, fueron capturados y concentrados en la Plaza de Toros, en el cine Ideal y el Campo de los Almendros. En el campo de concentración de Albatera, abierto el 11 de abril de 1939, los prisioneros que no fueron fusilados se vieron sometidos a todo tipo de torturas y humillaciones, cuando no entregados directamente a los falangistas, que venían de todos los puntos de España, a "cazar" presos conocidos por ellos para fusilarlos en los alrededores del campo. A la luz de los hechos, resulta vergonzoso que Francisco Franco siga ostentando en el Ayuntamiento de Alicante la distinción de hijo predilecto desde 1940, la medalla de oro concedida en 1966 y el título de alcalde honorario perpetuo en una situación a todas luces ilegal.
La Ley de la Memoria Histórica establece, en su artículo 15.1, que las Administraciones públicas "tomarán las medidas oportunas para la retirada de escudos, insignias, placas y otros objetos o menciones conmemorativas de exaltación, personal o colectiva, de la sublevación militar, de la Guerra Civil y de la represión de la dictadura". Sin embargo, el alcalde Luis Díaz Alperi parece no querer enterarse.En el pleno municipal del pasado 22 de febrero, el PSPV-PSOE presentó una moción para que el Ayuntamiento aplicara la Ley y anulara las distinciones honoríficas concedidas a Francisco Franco durante la dictadura. Luis Díaz Alperi, alcalde de Alicante, respondió exigiendo la recogida de 25.000 firmas para poner en práctica la moción socialista. En abril, el Síndic de Greuges admitió a trámite la denuncia de la Plataforma de Iniciativas Ciudadanas (PIC) de Alicante contra el alcalde, también enviada al Defensor del Pueblo, por supeditar la aplicación de la Ley al requisito de la recogida de firmas no contemplado en la misma. Luis Díaz Alperi, después de cuatro meses, se ha amparado en la Ley Reguladora de las Bases del Régimen Local, para justificar, en un escueto escrito de siete líneas, su posición.
La postura obstruccionista de Luis Díaz Alperi evidencia su filiación con el pasado franquista, es fiel a la estrategia de los poderes públicos del Partido Popular en la Generalitat Valenciana de boicotear las iniciativas del Gobierno socialista de José Luis Rodríguez Zapatero, avaladas, con las modificaciones oportunas, por el del Parlamento español y falta al respeto de las víctimas inocentes de la Guerra Civil y el subsiguiente régimen de terror impuesto por el sistema franquista.
Mientras que la moción del PSPV-PSOE y la denuncia del la PIC se inscriben en la legislación vigente, y responden a la deuda moral contraída con las mujeres y hombres que mantuvieron el régimen democrático y republicano, la posición de Díaz Alperi está anclada en la ola neoconservadora interesada en buscar justificaciones al régimen franquista.
La madurez democrática de una sociedad depende de la comprensión y el control de su propio presente para asentar sobre él un futuro digno basado en la realización de los derechos humanos; pero ello sólo es posible si una memoria integrada en el principio de justicia destierra el intento de conservar el pasado tergiversado. Una sociedad democrática no es compatible con el mantenimiento de distinciones honoríficas a uno de los dictadores más sangrientos del siglo XX. Conseguir que estas distinciones sean eliminadas es un ejercicio de entereza democrática.
Francisco Javier Segura Jiménez es profesor de Historia.
Diario Informacion, 27-08-2008
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