miércoles, 13 de febrero de 2008

Me veré en tus ojos

A Juan José Amores, por mantener Alicante más vivo que nunca


Juan prefería todavía faenar en la bahía de noche y dormir de día, leer por la tarde y reparar todo tipo de cosas a cualquier hora.

Nadie le requería en ninguna casa, nadie le pediría explicaciones ni había de excusarse por nada ante nadie.

Juan vivía solo, en una de las casas de planta baja del barrio viejo de la ciudad. Las calles del barrio viejo trepan por las faldas del castillo en empinadas cuestas aliviadas por pequeñas escalinatas que culminan en la replaceta donde se encuentra la ermita, pequeña y resguardada. Es un barrio olvidado por la construcción, por los servicios y casi por la misma ciudad. es un barrio en el que aún cuelgan los bermellones geranios sobre las fachadas encaladas de las casas delante de las cuales, cada año, procesiona el Cristo moreno de los pescadores entre el olor a incienso quemado y lirios estallados.

Era una pequeña casa de dos habitaciones con un patio siempre abarrotado de plantas, geranios y rosales, que rodean la pequeña alberca en la que se atesora el agua de las lluvias de por sí escasas y casi siempre torrenciales; una cocina alargada y acogedora en la que prácticamente hacía su vida y un salón siempre medio a oscuras , fresco y con pocos muebles, los necesarios.

Había sido la casa de la familia desde que su bisabuelo Martín hiciera aquel negocio embarcando el vino que vendíamos a Francia, cuando la epidemia de filoxera que azotó a los gabachos.

Era ésta una historia que había oído contar a su abuelo cientos de veces, historia que luego también le contó su padre y que él probablemente no contaría nunca a nadie.

En la taberna del barrio se mofaban de él a sus espaldas.

Realmente no era Juan un hombre de aspecto afortunado, sino más bien todo lo contrario.

Tenía una estatura media, una calva afianzada, usaba gafas de pasta y su sobrepeso era muy evidente; su aspecto era descuidado, el poco pelo que le flanqueaba la frente lo hacía como intentando huir con gran esfuerzo , retorcidos y en alborotada escapada, recuerdo de aquel pelo acaracolado que de joven le pobló la cabeza, a pesar de ser casi barbilampiño la barba le confería, aún más, un aspecto de abandono casi continuo. Juan era fuerte y también inteligente, pero abandonado. Le gustaba reparar cualquier tipo de mecanismo, desde el más simple grifo hasta los relojes de pared, tenía esta obsesión desde bien niño. Lo arreglaba todo -decían- menos a él mismo.

Ninguna de las jóvenes del barrio vio nunca a Juan como posible marido, pero sí lo hicieron como buen trabajador y excelente conversador, humilde experto en todas las materias. Este afán le llevó a tener la casa completamente repleta de trastos temporalmente inútiles.

Carmen era, sin duda, la mujer más bella que Juan había visto nunca, era - pensó la primera vez que la vio- una joven sacada de un cuadro de Ghirlandaio.

Sofía, la costurera, solía dejarle recado una vez a la semana para reparar y acondicionar las máquinas de coser que sus empleadas maltrataban y agotaban mientras cuchicheaban de todo y de todos.

El viernes era el día que Juan dedicaba a este menester.

Junto a la ventana, ese era el sitio de Carmen; los rayos del sol, envidiosos, le encendía los cabellos del color claro del castaño, graciosamente recogidos en un moño que dejaba al descubierto esa playa de arena fina que era su cuello, tenía los ojos verdes - como las esmeraldas- y olía a lilas escarchadas. La primera vez que la vio Juan creyó en los ángeles, y en las sirenas, y en todo lo míticamente bello.

Junto a la ventana, ese era el sitio de Carmen. La había observado muchas veces colocando a tientas el hilo sobre la aguja y mientras sujetaba la tela con la mano izquierda ayudaba al rotor de la máquina a iniciar su trabajo mientras con los pies graciosamente juntos generaba la fuerza necesaria para mantener viva la maquinaria, de vez en cuando alzaba la cabeza y , como si pudiera observar por la ventana, sonreía a la escandalera de la chiquillería que andaba jugando en las calles del barrio.

Carmen no solía hacer comentarios de nadie pero sonreía cuando alguna de las muchachas contaba un chisme gracioso en el que, como de costumbre, los hombres salían mal parados.

Era Ofelia la que con más gracejo contaba las frecuentes estupideces que cometía su novio en cuanto éste se la acercaba , "se les baja el cerebro al bolsillo del pantalón porque donde antes no había nada aparentaba entonces haberlo y comenzaba a balbucear como un niño de nueve años, eso sólo por enseñarle las piernas".

Juan, de natural educado, saludaba a las muchachas sin mirar a ninguna en especial, se hacía entonces un silencio sospechoso , en ocasiones precedido por un murmullo de risas.

Sólo Carmen contestaba con un "buenas tardes Juan" dulce que se estrellaba contra su pecho, nunca Carmen le miró a los ojos.

Un prestigioso médico le dijo a Carmen, en una ocasión, con la crueldad que arman los doctores, que nunca más volvería a ver, que sería ciega para siempre, que la enfermedad por tratarla a destiempo le había dañado seriamente los nervios ópticos.

Lloró Carmen desde entonces.

Era la de Juan una voz de sabor dulce, no sabía porqué, pero se lo había imaginado alto y fornido, pero de tacto delicado, había de serlo para poder reparar las máquinas como lo hacía, la piel del color del melocotón y el cabello descuidado; había oído a las demás mofarse de su aspecto pero nunca contó con esos comentarios; ninguna de ellas había visto a Juan como ella; ella se imaginaba a Juan cogido de su mano, ayudándola a salvar los obstáculos que se encontraban al pasear por el malecón; casi era capaz de oírle mientras le describía de qué color eran los geranios.
Lo imaginaba sensible y lleno de lecturas, leería poemas para ella sentados junto a la alberca; había recordado cómo era la luz del sol mientras se imaginaba paseando por la orilla de la playa, con los pies bañados por la espuma y los pececillos zarandeados por las idas y venidas de las olas; Juan le acercaría agua del mar entre las manos para que la oliera y la sal le conservaría la sonrisa.

Pensaba que junto a Juan no le hacían falta los ojos, pero todo era una ensoñación, seguramente Juan no la había mirado nunca.

A pesar de que la máquina de Carmen era siempre la más cuidada de todas, Juan procuraba siempre acabar su trabajo en ella aunque, en realidad, no fuera nunca necesaria su intervención.

Aprovechaba entonces para acercarse a ella, para aspirar su olor a lilas escarchadas y admirar , de cerca, el verde de sus ojos mientras se perdía paseando por esa inmensa playa de arena fina que es su piel.

Hablaban de cosas sin valor, Carmen siempre reía, tenía una risa dulce melocotón, para Juan eran instantes sin precio, llenos de una luz que no había visto siquiera en los amaneceres en alta mar.

Carmen era bella.

Aquel día, como en otras ocasiones, las demás costureras abandonaron el trabajo sobre las siete de la tarde. Carmen continuaba en su labor mientras escuchaba por la radio la música que le alegraba la vida; Juan se acercó hacia ella, era como un ángel, era casi un sueño, era la visión más hermosa.

La cogió dulcemente de la mano, le acarició la mejilla y la besó con cuidado. No hubo tiempo para las palabras.

Carmen vio por fin el color de los geranios, paseó por el malecón sin tropezar y recordó el color del sol en las amanecidas de alta mar, el sabor del mar le llegó al azúcar de su boca.

No faltó alguien que dijera pero Juan no tenía porqué explicar nada a nadie.

La primera vez que la vio creyó en los ángeles.

1 comentario:

Juan J. Amores dijo...

Muchas gracias, Daniel.
Tu dedicatoria tiene 2 motivos especiales: la primera que es sincera, ya que viene de tí; la segunda, que la narración es preciosa.
En cualquier, y aunque no la merezco, muchas gracias.