jueves, 29 de noviembre de 2007

Las gotas del alba (2)

Junto al aljibe centenario en otros tiempos receloso vive desde siempre en el rincón una parra de uva blanca. Su sombra cubre ahora la mitad del patio y del dulzor de su fruto está mi niñez preñada.

Cuántas veces sorteando jazmineros, geranios y margaritas , en blanquiazules maceteros de barro, corrieron mis días mientras la abuela , siempre de pelo recién nevado, tendía sábanas de lino y ropas en los cordeles de esparto al olor de ese jabón de jazmín que aprendió a hacer cuando casi de niña en Argel, mercadeaban con él o simplemente lo cambiaban por una barra de pan.

Los canarios y jilgueros nos cantaban conciertos de trinos imposibles dándose paso uno al otro como improvisando la sinfonía inédita de cada verano.
Yo creo que Luís también se fijaba en todas estas cosas aunque nunca nos dijimos nada al respecto, ni siquiera en esos ratos de siesta traicionada cuando el olor de los jazmines creaba fantasmas maravillosos que deambulaban por nuestro cuarto interrumpiendo mi lectura para inspirar y el aparente no pensar en nada de mi hermano.

Luís nunca pensaba en nada. Ni siquiera cuando parecía que lo hacía.

Siempre he creído que al ser él cuatro años mayor que yo los recuerdos que en mí no quedaron de aquello en él , sin embargo, calaron profundamente de ahí, creo, nacieron sus silencios y su aparente frialdad, manteniéndose ajeno prácticamente siempre , excepto cuando , de vez en cuando y como si de ese estado de reflexión silenciosa obtuviera una conclusión definitiva me soltaba “esta vida es una mierda tan grande como el mar”.

A mi el mar me parecía enorme.

Desde la escollera del puerto a donde el abuelo nos llevaba a pescar doradas, el mar, efectivamente no tenía fin. En una tarde clara , como lo eran casi todas, a la derecha de mi atalaya, bajo el faro sideral, llegaba a ver el cabo de Santa Pola. Un poco más a la izquierda y casi flotando entre el mar y el cielo la pequeña Isla de Tabarca, de la que tantas historias contaba el abuelo mientras jugaba al dominó en el casino del barrio.

Desde la isla y girándome hacia la izquierda todo era una línea de horizonte hasta llegar al Cabo de las Huertas y yo, como heredero y príncipe de todo aquello, permanecía en el centro de aquel semicírculo que forma la bahía.

Luego nos contaba el abuelo que más allá de aquella línea de horizonte estaba el otro lado que era como mentar la pena , las chinches y el hambre y al abuelo se le oscurecía el ceño y, creo que, en alguna ocasión, se le escapó algo del zumo amargo de sus ojos.

Era un tema del que casi no se hablaba en casa más que cuando tras insistir la abuela nos enseñaba su álbum de fotografías y recortes y siempre indirectamente. Nunca, nunca se pronunciaba el nombre de Argel.

Ésta, decía mientras besaba la fotografía, era mi hermanita , murió en el viaje. Esta era la celda que teníamos allí. Fíjate que guapos y felices estamos en esta, fue el día de las elecciones, en abril, antes de que todo pasara, ocho años antes de tener que irnos.

El abuelo, envuelto, en el humo de su cigarrillo se asomaba por la ventana que daba a la calle viendo a la gente pasar, sin decir apenas palabra, callando como una pena.

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