lunes, 3 de diciembre de 2007

Las gotas del alba (4)

A los cuatro o cinco días de permanecer allí encerrada junto a las demás y ya con el pelo al cero y avergonzadas en lo más íntimo, comenzaron a acercarse a las alambradas gentes que entendimos todas que venían a socorrernos.

Entre la gente la mayoría eran mujeres y algún hombre; se acercaban al cercado sobre las seis de la tarde cuando la noche empezaba a abrirse quizás como precaución aunque los guardias nunca les dijeron nada y eran totalmente conscientes de lo que estaba sucediendo.

Muchas de esas gentes nos cambiaban oro, joyas y ropas por comida que nos entregaban a través del acero de las vallas.

Al otro lado de la cerca donde yo estaba siempre se llegaba una mujer rubia y joven, muy rubia; creo que intentó explicarme que sólo quería ayudarme, me traía prácticamente todos los días un par de manzanas.

Con el francés que yo hablaba y el poco que ella entendía pudimos entendernos.

Aquel rato en el que Helenn venía a la alambrada se había convertido ya como el rayo de sol de todos los días, me contó que su marido estaba en el frente y que la última vez que supo de él fue hace como siete meses, dos antes de que su hijo naciera. Le había enviado muchas cartas pero nunca le contestó nadie.

Era un niño rubio, de ojos azules y la única cosa bella que había en aquel campo.

En varias ocasiones le dije que tuviera cuidado, que corría peligro cuando se acercaba al campo, que los soldados eran unos bárbaros y no iban a respetar ni a ella , ni a su hijo.

Que habíamos visto lámparas hechas con la piel de algunas de nuestras compañeras muertas y otras atrocidades. A pesar de la fruta que me traía, le rogué por su Dios que no volviera.

Pero continuó viniendo, con sus dos manzanas.

Helenn me contó que donde ahora estaba el campo de concentración antes había un prado verde hermosísimo por el que paseaban ella y su marido soñando cómo sería formar una familia.

Cuando llovía el agua permanecía entre las hierbas durante horas mientras se deslizaban lentamente hacia el centro del valle (señalándome los crematorios) y allí, se juntaban en un pequeño lago al que acudían las mariposas blancas y las libélulas.

Luego florecían margaritas que pintaban descuidadamente de amarillo el valle y bajo ese árbol (me señala donde ahora cuelgan dos que intentaron la fuga) veíamos atardecer lentamente.

Uno de aquellos días vino especialmente asustada.

Los soldados están huyendo del pueblo, parece que vienen los vuestros.

Mi corazón se alteró, creí en la vida.

Ahora sí temo por mi y por mi hijo…me dijo..ahora creeran que soy una de esas que se ha hecho rica con vuestros dientes de oro y vuestras joyas, quizás me maten a mi y a mi hijo.

Tranquila, intenté calmarla, los que vienen no son como estos bárbaros, los que vienen sabrán hacer las cosas bien.

A mitad de aquella noche y entre tiros y sirenas nos cobijamos bajo los camastros. Ya están aquí, gritábamos todas, ya están aquí.

Y de momento el silencio.

Al cabo de un tiempo y con un estruendo seco se abrió la puerta y entraron unos soldados que nos hablaron para calmarnos, tranquilas todas, somos de los vuestros, todo ha terminado, estáis a salvo.

No sé porqué pero abracé a aquel muchacho y lo llamé hijo.

Gracias, hijo.

Me acordé entonces de Helenn y pregunté al capitán de la división por los sucesos del pueblo.

Trabajaron duro los lanzallamas anoche, no creo que ya os vuelvan a molestar nunca más.

Pero….¿entonces? ¿todos están muertos?

No creo que en ese infierno quede nadie con vida.

Pedí permiso para acercarme hasta la pequeña granja que Helenn tenía a las afueras del pueblo.
La casa estaba medio derruida y con la puerta abierta.

Temí lo peor pero entré a oscuras hasta tropezar con el cuerpo desnudo y atado de pies y manos de la pobre Helenn.

No encontré al niño hasta que fuera, junto al manzano oí como muy lejano el llanto del niño.
Helenn lo había ocultado debajo de la carretilla de labranza.

Lo cogí en brazos e intenté calmarlo.

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