domingo, 9 de septiembre de 2007

Mucho más sobre La Isleta

Como claman al cielo mis amigos Alicante está vivo. Y así lo demuestra la reacción desde distintas tribunas gentes de bien.
Os trascribo el artículo de Opinión que publica hoy el Diario Información firmado por D. Manuel Alcaraz Ramos, profesor de Derecho Constitucional de la Universidad de Alicante.

"DESPUÉS DE LA ISLETA
A hora que se ha perseverado en la tradición municipal de alzar barbaries arrasando el patrimonio, ahora que La Isleta ha pasado al álbum de las ruinas, ahora, para que la esterilidad no sea total, conviene sacar conclusiones que nos lleven más allá de la jaculatoria y el lamento. Trataré de estructurarlas en torno a tres ideas. 1.- La presencia de Sonia Castedo en el derribo, esa foto con cara de Atila satisfecha, ni es accidente ni es mera constatación de que, buena hija política de Alperi, se regodea en la ignorancia y no precisa de la cultura para su proyecto de alcaldía. Porque, sepámoslo, es su primera foto como Alcaldesa invicta. El asunto va más allá y convierte a este derribo, precisamente, en un acto político, muy político. Castedo ha cubierto, para mucho tiempo, su vertiente populista y se ha impuesto sobre algunos que, por parte de los votantes, son vistos como prepotentes y pedantes defensores del pasado contra el «sentido común», que aconsejaba acabar con un mínimo edificio asolado y sucio -por eso su insistencia en este punto-. Incluso ha jugado a favor de esa parte del movimiento vecinal que, absolutamente doblegada al PP, respira sólo para aplaudir a quien le halaga o subvenciona. A Castedo, en fin, le basta con que la ciudadanía asista impotente y estupefacta a un debate entre argumentos sofisticados y el ordeno y manda. Es más: le interesa dejar claro que quién manda es ella. Y punto. No es materia casual la que se elige para el enfrentamiento en el que ha de vencer. Y no lo es porque Castedo no tiene más remedio -ni, seguramente, más voluntad- que inscribirse en la línea heredada de Alperi y trabajar a favor de un bloque de poder determinado y de un modelo de no-ciudad que le va a exigir, en nombre de la construcción ilimitada -que se esforzará en disfrazar de «progreso»-, otras destrucciones. Que se vayan, pues, enterando los opositores a esa línea: tendrán que pagar el precio de la incomprensión, de ponerse enfrente de una «mayoría natural» que, a falta de otro pan que comer, es la que mantiene con sus votos esta línea de actuación. Aunque sea con la nariz protegida como quien respira autopsias en la piel de su ciudad. Castedo y Alperi lo tienen claro y han simplificado la idea de Maquiavelo que pretendía que si al Principe no conseguía amor debía ser temido; para ellos lo mejor es ir directamente al temor, al avasallamiento de personas, ideas y edificios; suficiente es con el amor de los conocidos que les paseen en yate o que jalean su valor contra los críticos. 2.- Esos críticos han hecho un impagable servicio a la razón explicando hasta la saciedad la importancia del edificio y lo que significaba en términos culturales su derribo y, pese a la derrota, deben sentirse orgullosos: han salvado la dignidad de la ciudad. Pero quizá los más directos opositores al derribo de La Isleta han olvidado la estricta racionalidad política de la demolición. Porque optaron -era su papel- por instalarse en la racionalidad de lo técnico-formal. Pero así no podían eludir algunos problemas. El primero es que el argumento de la necesaria salvación del edificio porque era aconsejada por «técnicos» cualificados es débil, porque nadie ignora que otros técnicos son responsables cotidianos de proyectos que niegan la ciudad y sus emblemas. El segundo es más grave: una defensa basada en lo formal, que descuide los elementos sentimentales -la preservación de la memoria colectiva- y que prescinda de una alternativa nítida de uso a lo que pretende derribarse, es muy vulnerable ante los argumentos del poder. Todo ello se ha puesto aquí de manifiesto cuando ha surgido la pregunta de porqué tanto empecinamiento en salvar un edificio -que nadie, en determinados estratos ciudadanos, niega que debía salvarse- y porqué no se pone el mismo -o muy superior- énfasis para criticar la situación de los Castillos, de Tabacalera, de las Torres de la Huerta, de la Estación de Murcia, de Correos, de el Palas, de el Ideal. Sería totalmente injusto decir que los críticos con el derribo que comentamos no se ocupan de los otros edificios -a veces son los únicos que se ocupan-, pero es verdad que es difícil recordar una campaña como la actual respecto de otras edificaciones o entornos. En todo caso, pienso que se trata de un punto y aparte y que a partir de ahora, con la experiencia acumulada, otras luchas son posibles. 3.- Y puestos a ir a la disputa conviene aprender que sólo hay una manera de oponerse con alguna probabilidad de éxito al poder municipal actual: devolviendo miedo por miedo. O sea: tejiendo pacientemente alianzas que busquen mayorías sociales críticas con esa política de desprecio del patrimonio. O sea: anticipándose a la angustia de la inminente demolición, rompiendo el aislamiento de los ya convencidos y buscando la complicidad de toda la sociedad civil, implicando en estos combates por el patrimonio y, en definitiva, por la ciudad, a todos los partidos, a los sindicatos, a las asociaciones cívicas, vecinales, culturales o juveniles. Me parece que esa trama de complicidades deberá asegurar los requisitos que enuncié: unir la defensa «fría» de unos valores constructivos y estéticos, profesionalmente explicados, con la defensa «cálida» de una memoria que requiere de las raíces del paisaje, de lugares que puedan ser la última patria del recuerdo y de la convivencia; y proponer alternativas posibles y precisas de uso. En definitiva: hay capacidad suficiente para dejar que decir apresurados «noes» en el momento de la agonía de un trozo de patrimonio, para empezar a decir «síes» a destinos precisos para cada uno de ellos. A eso es a lo único a lo que Castedo y Alperi temerían, a que fueran ellos los que tuvieran que enarbolar el «no», pagando el correspondiente precio político. Y para ello me atrevo a formular una propuesta: ¿por qué, desde la sociedad civil, no se organiza el año próximo un «Congreso sobre el patrimonio en Alicante» en el que se redefinan prioridades, se articulen estrategias y se propongan usos alternativos Y es que ahora que los pedazos de La Isleta son sólo reliquia de desastre es justamente el momento de levantar voz y cabeza. Si no es así tanto esfuerzo, tanta lástima, sólo habrán servido para aupar a los sembradores de sal un peldaño en su engreimiento"

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