martes, 18 de septiembre de 2007

De mis héroes


Cuando me llegó como de visita la razón tendría yo sobre unos catorce ó quince.


Siempre me gustó escribir y aún más leer pero si a alguien le debo el aprecio a tan agradecido vicio es a ella, a mi profesora de Literatura Española que vino a descubrirnos a Federico, a Miguel, a Juan Ramón y a tantos otros.




Y es que el amor a las letras se contagia como la vida.

Leí entonces “Bodas de Sangre”, mi primer libro de Federico luego, cuando ahorré lo necesario, me hice con “El asesinato de García Lorca” de Ian Gibson y de ahí a la antologia poética de Federico y a “Poeta en Nueva York” y a Walt Whitman pasando por “Perito en Lunas” y, casi subrepticiamente, algún libro de Enrique Cerdán Tato prácticamente prohibido en casa por distintos motivos, alguno de los cuales no tenía nada que ver con la política y que serán motivo de otro artículo.


Para mi dieciséis cumpleaños mis queridos compañeros y amigos me regalaron el libro “Lorca y Dalí, una amistad traicionada” de Antonina Rodrigo (Espejo de España) que leí frenéticamente el mismo día.



Me declaré entonces públicamente nacido tardíamente.


Adoraba a la generación del 27 y “La arboleda perdida” de Alberti, y la Residencia de Estudiantes y al viajero Machado con sus moscas, con su caballero andaluz y su olmo reverdecido y su cuaderno.


Mi hermano por entonces formaba parte de la compañía de teatro amateur del grupo de empleados de la Caja de Ahorros para la que trabajamos y representaban en el salón de actos del antiguo colegio de los Maristas en la Avenida de la Estación, una elegía a Miguel Hernández con gran éxito de público.



Ha llovido tanto y tantos soles nos han quemado la espalda que los veinticuatro dedos que contaba para que llegara el año dos mil se me han hecho un meñique insignificante.



Como si viajaran en el vagón de clase turista llegaron los genios de Gabriel Miró y su “Humo dormido”, Azorin con “Al margen de los clásicos” y Rafael Altamira y sus “Cuentos de Levante”.




Compartiendo charla en el vagón llegaron Miguel Signes con su “Tabarca”, Enrique Cerdán Tato y “Todos los enanos del mundo”, y otros de esa generación alicantina del 54.



Y tantos, y tantos otros



En asientos enfrentados se sentaron Góngora y Quevedo sin parar de lanzarse improperios que no lo parecían pero lo eran y crueles, haciendo la delicia del resto de los pasajeros y de este maquinista con ambición de escritor que guarda todavía hoy la cara y el atuendo ennegrecido de carbonilla y la vana pretensión de escritor.



A la generación del 27 se le unieron luego Darío, Leon Felipe, Benedetti, ¡ah Don Mario!, Gabriel García Márquez con sus “Cien años de soledad” y tantos otros.

Al margen de los clásicos mi biblioteca se completa con mis libros de Alicante, de su historia, de su vida proscrita más que de la contada.




Es de mi biblioteca alicantina de la que estoy especialmente orgulloso.


Cuando por una de esas casualidades de esta vida me surge la oportunidad de conocer a Enrique personalmente surge en mi una emoción creo que inexplicable o no entendida por mis próximos que me llena de un gozo nervioso y temeroso de no estar a la altura de su conversación.



Se creó entonces y de esto me felicito a menudo, una relación personal con Enrique y Mª Luz que mantengo y cuido con amor, que caldeo en invierno y refresco en verano mientras , a esa temperatura casi estable, el fruto madura y madura hasta convertirse en abrazos y familia.


A estas alturas de mi vida en la que uno ya puede iniciar un inventario vital hay entradas en rojo pendientes de pagar, tachones de tinta china que nunca debieron ocurrir de haber cuidado la caligrafía y anotaciones bien claras en azul marino a ese haber que heredaran mis hijos, en definitiva, todo lo que pueda encontrarse en cualquier inventario.


El año dos mil marcó, sin duda un suma y sigue en esta vida mía. Un barrado inicio de hoja nueva.


A día de hoy, siete años después, con el mapa estelar que marcan mis hijos cuyo rumbo sigo fiel, navego sobre aguas de calma y de felicidad, una felicidad que me acompaña y que tiene nombre de mujer de ojos del color de esa aceituna andaluza donde nacen sus raíces.

Nos alternamos en las tareas de la navegación, en ocasión el timón , en ocasiones, el grumete, pero siempre, siempre, con las velas henchidas.

Es ahora cuando disfrutamos de viajar en tren con las cabezas soportadas mutuamente a ese Madrid que nos encanta y nos envuelve de ese aroma especial de lo inesperado y lo mágicamente bello y lo vivimos todo con la sensación de estar creando el huerto frutal de nuestras vidas.

Y de nuevo surgen Federico, Machado, Dalí y Buñuel frente a la charla amable de Ian Gibson en el café PortoMarín.

No por adularte, le digo, sino por vanagloriarme, te traigo lo mejor de mi Alicante, un libro de Azorín , otro de Enrique , un Fondillón magnífico de Rafael Poveda y , sobre todo, a ella, pero esta, querido amigo, me la quedo para mi.















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